Caminando en la ciudad de arenosas calles, las enormes montañas
enventanadas que se levantan hasta donde la vista llega, me hacen sentir como
hormiga en hormiguero.
El sol no llega a tocarme los pies, y aquella nube negra que se
mecía en el cielo deja de ser tan negra, tan gris, tan pura, y empieza a
llorar.
Gritan entonces su clamor las flores casi marchitas, reunidas
están en la plaza de aquel pueblo de arenosas calles; y frente a ellas se
levanta el cerro, impotente, malhumorado; protegido por pequeñas rocas de
cortante filo, agresivas, altaneras.
Mientras unas aves emergen vuelo y toman lo que no les pertenece,
celebran en el pueblo el gobierno de la rosa, que ya no lanza aromas sino
espinas, moviendo las hojitas, meneando las raíces, y todos caen en profunda
dormezón.
Mas aquellos cuervos que no se callan, culpan de todo a inocentes
rosas, y los que deben pagar no pagan y a los que pagan sin deber se les va la
vida.
Y las montañas siguen creciendo y creciendo, y más semillas se van
dando, el campo está creciendo y el agua se está acabando, mientras la rosa
gobierna y ríe rascando su tronco como tal despreocupada, yo ya no quiero no
ver.